LAS COSAS DE ALY: Fresas de nata, por Aly y Ancrugon
Alicia
tiene una especial atracción hacia las fresitas de nata. Cuando alguna bolsita
repleta de ellas cae en sus manos, le dura una abrir y cerrar de ojos, aunque
casi siempre termine con un inevitable dolor de barriga, pero a ella eso no
parece importarle, por lo menos antes de tragárselas.
En
ciertas tardes en las que damos clase yo le consigo una o dos de esas bolsitas
como premio por sus esfuerzos, sobre todo en la asignatura de Matemáticas, pero
con la certeza de que siempre, inevitablemente, de una manera u otra, esas
fresitas acabarán en su estómago, se esfuerce o no. Y es que, la verdad, no sé
negarle nada...
El
caso es que llegaron las fiestas de las Fallas y Alicia se marchó a casa de su
abuela con la firme intención de pasárselo bien, cosa que yo tenía por seguro
que lograría sin gran esfuerzo, de lo cual me complacía, pues sólo de verla
feliz y alegre se me ilumina a mí también la vida, aunque en realidad me quedase,
al mismo tiempo, con la pesada losa encima de los días que iba a estar sin
verla, tristeza que se evaporaba cada tarde cuando nos poníamos en contacto
mediante el WhatsApp y me contaba todas sus correrías por Valencia y
alrededores. Y fue en uno de esos momentos de charla vía satélite cuando ella
me dijo:
-
¡Antonio, soy la persona más feliz del mundo!
Y
mi corazón dio un vuelco porque las personas mayores no escarmentamos nunca a
querer evitar lo inevitable, ni tampoco aprendemos a evitar lo evitable e hice
lo que siempre digo que no se debe hacer: “Nunca preguntes lo que no quieras
saber”:
-
¿Te has enamorado?
-
¡Sí! – respondió llenando la pantalla de diminutas íes seguidas de caritas con
corazones en lugar de ojos y a mí de un angustia indefinible, a sabiendas de
que más tarde yo mismo me reprocharía por ser tan tonto. - Mira… - Y en mi
móvil apareció su mano sosteniendo una enorme fresa de nata. - ¡Una fresa
gigante! – añadió. – ¡La más grande que he visto nunca!
Sonreí
agradecido, aunque ella no me viera y sólo atiné a exclamar:
-
¡Cómo te vas a poner!
-
¡Ya te digo! – respondió y acto seguido propuso: - ¿Por qué no hacemos un
cuento sobre las fresitas de nata?...
Y
aquí está porque, como ya he dicho, no sé negarle nada…
Fresas de nata
El
último sábado de cada mes era un día de fiesta para Alicia, más que los
domingos, más que Navidad, incluso más que aquella vez que la eligieron Reina
de la Residencia y la llenaron de regalos y de besos, porque cada último sábado
de cada mes Alicia recibía la visita de
sus hijos, pero, sobre todo, de sus nietos, los cuatro angelitos que le
llenaban el cuerpo de sonrisas para los quince días siguientes, de esperanza
los quince restantes y de alegres recuerdos siempre.
Cuando
estaba con ellos a Alicia se le olvidaban los dolores del reuma, los ardores de
estómago, los mareos matinales y la tristeza de la soledad. Y aunque ya estaba
más torpe y patosa que una osa en una ferretería, jugaba a todos sus juegos,
corría en todas sus carreras, saltaba a la comba y bailaba los bailes modernos
“del demonio”, y cuando caía en la cama por la noche, dormía, por primera y
última vez en ese mes, como un bebé.
Un
sábado de esos llegaron los niños cargados de golosinas que le mostraron con
sublime alegría a la abuela.
-
¡Qué bien! – festejó Alicia. - ¿Eso es algún premio?
-
Sí, es que hemos aprobado todo, ¿sabes? – dijo el mayor quien, por su aspecto,
no cabía ninguna duda de que sería buen estudiante.
-
Mira, Abu, ¡qué buenas! – le mostró la pequeña Alicia, a la que cada vez que
veía se le saltaban las lágrimas porque creía verse a sí misma a su edad.
-
¡Oh! ¡Fresas de nata! – exclamó Alicia emocionada.
-
Coge, Abu, están muy ricas – le ofreció la niña.
-
No, cariño, la abuela ya tiene prohibidas hasta las cosas dulces.
-
¿En tus tiempos ya habían? – preguntó otro de los nietos.
-
Claro, mirad, yo tengo una – y cogiendo un pequeño cofre de madera, sacó de su
interior una cajita de cristal que contenía una fresa de nata. - ¿Queréis que
os cuente su historia? – pero no hizo falta preguntar dos veces. – Cuando yo
era pequeña como vosotros, mis papás eran muy pobres, muy pobres, tan pobres
que había días que sólo comíamos mi hermano y yo, mientras que ellos nos
mentían diciendo que ya lo habían hecho. Tan pobres que mi mamá iba por las
casas de los vecinos a pedirles la ropa que ya no querían para poder vestirnos.
Tan pobres que los Reyes Magos nos traían carbón, no porque fuéramos malos,
sino para poder calentarnos en invierno. Tan…
-
¿Tan pobres?... – cortó la pequeña con su carita llena de tristeza.
-
Sí, mi amor, sí… El caso es que cerca del colegio había una pastelería en la
que mis compañeras entraban todos los días a comprarse chucherías, mientras yo
me quedaba mirando el escaparate y soñando con el sabor de todos aquellos manjares
y, sobre todo, paladeando lo que sería una fresa de nata de las que detrás de
aquel cristal se apilaban en una pirámide rosa con el corazón blanco. Yo me
pasaba mucho tiempo allí delante
pensando en cómo sabrían, en lo sabrosas que estarían, en su dulzura, en su
textura… y se me hacía la boca agua.
-
¿Y tus amigas nunca te daban una? – preguntó la otra niña.
-
Cariño, cuando se es tan pobre, tus amigos también son pobres, para los otros
no existíamos. El caso es que un día me vio la dueña de la pastelería y salió a
hablar conmigo. Yo, al verla venir pensé que iba a reñirme, así que eché a
correr, pero ella me llamó y me dio esta fresa – y miró el tarrito de cristal
con mucha ternura.
-
¿Y por qué nunca te la comiste? – casi gritaron los cuatro a la vez.
Alicia
sonrió y devolviendo su fresa de nata al interior del baúl de madera respondió:
-
Porque pensé que quizá su sabor real no sería tan bueno como el que yo había
soñado.
FIN
Y
cuando volvió a las clases tras aquella separación, en mi casa le esperaba un
bote entero de esas sonrosadas golosinas de corazón blanco… Las más grandes que
encontré.
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