ÉRASE UNA VEZ: Aceite de perro, de Ambrose Bierce, por Melquíades Walker
HOMBRE: Especie animal tan sumida en
la ensimismada contemplación de lo que piensa que es, que a menudo se olvida
plantearse lo que evidentemente debería ser. Su principal ocupación es el
exterminio de los animales y de su propia especie, la cual, sin embargo, se
sigue procreando con tal rapidez como para poblar y destruir todas las zonas
habitables del planeta y Canadá.
(Diccionario del Diablo, Ambrose
Bierce)
Ambrose
Bierce era un hombre excéntrico, desengañado, cuya imaginación estaba repleta
de ensoñaciones plagadas de fantasmas horribles y macabros, aunque bastante
bien aderezados con la salsa del sarcasmo, producto todo, tal vez, de una
herencia genética o cultural por parte paterna, Marco Aurelio Bierce, un
granjero calvinista estricto y fervoroso, rico en lecturas y pobre en dinero,
quien creía ser lo que nunca había sido, del que no sólo Ambrose heredó el lado
trágico, sino también sus hermanos, hasta nueve, cuyos nombres empezaban
también por la letra ‘A’, de los que tres morirían al poco de nacer, otro se
marcharía del hogar familiar para trabajar como forzudo de circo y otra hermana
se diría que fue devorada por una tribu de caníbales en África hasta donde
había viajado para llevar la palabra del Señor… Por todo ello no es de extrañar
que su creación literaria abunde en el horror, lo fantasmagórico y lo macabro,
recogida en colecciones como Cuentos inquietantes,
un libro cargado de sentimientos y sensaciones intensas, o la crónica de la
maldad humana de Cuentos negros, o
las horripilantes visiones de la guerra en Cuentos
de soldados y civiles.
Ambrose,
quien nació el 24 de junio de 1842, en Ohio, y de cuya muerte no se sabe ni
cuándo, ni cómo, ni dónde fue, aunque sí que desapareció durante la Revolución
Mexicana, cursó estudios en una institución militar y, cuando se declaró la
Guerra de Secesión, marchó al frente con el bando norteño como tambor y resultó
herido en la batalla de Keneshaw Mountain. Posteriormente trabajó como
periodista tanto en San Francisco como en Londres, volviendo a América a causa
de una enfermedad. Al poco su hijo mayor es asesinado en una disputa y el menor
murió a causa del alcohol y, por si le faltaba poco, su mujer le abandona… No
era de extrañar que, a pesar de estar enfermo y viejo, cruzara la frontera para
unirse a las tropas de Pancho Villa como cronista.
El
cuento que presentamos de Ambrose Bierce, es el titulado Aceite de perro, siendo ésta una historia completamente
descabellada e inverosímil, irónica y aguda y, sobre todo, crítica, pues contada
de una forma precisa y encantadora, siendo el protagonista y narrador un niño
que considera a sus padres “humildes y honestos”, quienes se ganan la vida
laboriosamente mediante trabajos bastante inauditos, va creando una verdadera
sátira contra la sociedad capitalista, donde lo importante es la productividad
y la rentabilidad sin importar cómo se consigan. Juzguen ustedes…
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres
honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante
de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la
iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me
inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar
perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para
eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber
necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de
ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con
el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente:
simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era
naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo
miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi
padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara
vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo.
Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las
personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era
evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar
conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a
punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no
puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su
muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de
aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a
un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo
había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter
aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí
metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta.
Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado.
La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y
profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las
paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y
empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar
que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le
acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa
temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al
querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la
obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al
río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no
me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de
todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero.
Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas
muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por
otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece
tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje
sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi
sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a
mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los
médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de
cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma
absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación
explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera
previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventajas
de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para
reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la
fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban
para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir
perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un
lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se
podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no
fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las
tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia.
¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para
su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a
suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a
recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la
aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto,
llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de
sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus
vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y
reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se
realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los
censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la
población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de
la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos.
De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa
noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso
misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del
horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente
como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes
calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como
tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba
acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en
una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi
madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el
terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta
del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos,
se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano
derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de
negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los
vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego
saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación,
maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella
para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No
sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de
infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente
vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi
madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad,
luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó
a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto
al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con
ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión
de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea
pública.
Convencido de que estos infortunados
acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese
pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas
memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que
provocó un desastre comercial tan terrible.
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