ÉRASE UNA VEZ: A la deriva, de Horacio Quiroga, por Melquíades Walker


La narrativa del uruguayo Horacio Quiroga está firmemente enraizada en la naturaleza, sobre todo en la perteneciente a las latitudes tropicales de Latinoamérica, donde la muerte es una constante, tanto en lo real del hecho como en lo fantástico que de ella deriva. Y aunque su forma de narrar es la clásica y cumple fielmente las pautas marcadas por los cánones tradicionales, sin embargo se desenvuelve con maestría en el breve espacio del cuento sin ceder ni un instante la tensión ni la intensidad de la narración, ni descuidando la visión realista del espacio o el argumento.

A la deriva transcurre en Misiones, con el río Paraná como espectador inevitable de los acontecimientos y con la muerte agazapada a la espera de cualquier descuido o distracción, una muerte real y trágica a pesar de que los protagonistas se empeñen en ignorarla e, incluso, negarla, y lo importante de la historia no es saber simplemente cómo ésta llega, sino también por qué. Una muerte que va acechando al campesino Paulino en su viaje por el río, impregnándolo todo de su esencia, incluso el paisaje y la descripción del mismo. Una muerte que provoca la lucha desesperada por aferrarse a la vida, y cuya evolución psicológica nos va detallando paso a paso apoyándose en la simbología de los elementos que aparecen en la escena.

A la deriva fue editado en 1912 y está estructurado en cinco escenas más dos cuadros paisajísticos. La acción aparece nada más comenzar, con la mordedura de una serpiente venenosa en el pie del protagonista, a la que Paulino mata seguidamente, pero sabiendo que ya está definitivamente derrotado.

El narrado es en tercera persona omnisciente, aunque no profundiza en el interior de los personajes, sino que se mantiene a cierta distancia evitando sentimentalismos, excluyendo descripciones de sus caracteres personales, los cuales vamos descubriendo a través de sus actuaciones, y todo bajo el peso inmisericorde del paso del tiempo, cinco horas, que le va acercando al desenlace fatal, donde la acción deja el plano objetivo para sumirse en el subjetivo de las alucinaciones, preámbulo de la llegada de la muerte.

Su lenguaje es sencillo, sin palabras regionales ni adornos metafóricos que compliquen la narración y con diálogos breves, concisos y directos en un español estándar y común de las clases representadas por los protagonistas.

Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878, y murió en Buenos Aires, Argentina, el 19 de febrero de 1937. Además de un buen narrador de cuentos, también escribió poesía y teatro, con claras influencias modernistas y naturalistas. Cuando contaba 23 años de edad mató accidentalmente a su mejor amigo, por lo que emigró a Argentina, donde vivió hasta su fallecimiento, suceso provocado por sí mismo al beberse un vaso de cianuro cuando se enteró de que padecía un cáncer incurable. Tuvo tres hijos y una vida bastante azarosa y llena de tragedias que le marcaron a la hora de elegir los temas de sus historias.


A LA DERIVA, de Horacio Quiroga


El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.



FIN



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