LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens, por Ancrugon
“Un
observador casual, añade el secretario, a cuyos apuntes debemos el siguiente
informe, un observador casual quizá no habría notado nada extraordinario en
aquella cabeza calva y en las redondas gafas que estaban atentamente dirigidas
hacia su cara (la del secretario), durante la lectura de las resoluciones que
se expresan más arriba; para quienes supieran que era el colosal cerebro de
Pickwick el que estaba trabajando bajo esa frente, y que eran los
resplandecientes ojos de Pickwick los que centelleaban tras esos cristales, tal espectáculo
resultaba realmente interesante. Allí estaba el hombre que había rastreado
hasta sus fuentes los poderosos estanques de Hampstead y había agitado el mundo
científico con su Teoría de los Renacuajos; allí estaba, tan tranquilo e
inalterable como las profundas aguas de aquellos en un día de hielo, o como una
muestra solitaria de estos en el más íntimo retiro de una olla de barro. Y
cuánto más interesante llegó a ser tal espectáculo cuando, adquiriendo plena
vida y animación al brotar un grito simultáneo de ‘¡Pickwick!’ entre sus
seguidores, el ilustre caballero se encaramó lentamente sobre la butaca Windsor
en que había estado sentado, para dirigir la palabra al club que había fundado
él mismo. ¡Qué hermosos apunte ofrecía esa escena para un artista! El elocuente
Pickwick, con una mano graciosamente oculta tras los faldones de la levita y la
otra agitándose en el aire para apoyar su ardiente declaración; dejando ver,
por su elevada situación, esas polainas y calzones que, si hubieran revestido a
un hombre corriente podrían haber pasado inadvertidas, pero que, desde el
momento en que Pickwick las revestía – si podemos usar esta expresión -,
inspiraban involuntariamente respeto y temor, rodeado por los hombres que se
habían ofrecido para compartir los peligros de sus viajes y que estaban
destinados a participar en las glorias de sus descubrimientos. A su derecha se
sentaba el señor Tracy Tupman, el tan sensible Tupman, que a la sabiduría y
experiencia de los años maduros sobreañadía el entusiasmo y ardor de un
muchacho en la más interesante y perdonable de las debilidades humanas: el
amor. La edad y la buena mesa habían hecho expansionarse su silueta, en otro
tiempo romántica: el chaleco negro de seda se había ido ensanchando cada vez
más; pulgada a pulgada, la cadena de oro del reloj había ido desapareciendo,
debajo del chaleco, al alcance de la mirada de Tupman, y gradualmente la amplia
sotabarba se había desbordado sobre los límites del plastrón blanco; pero el
alma de Tupman no había sufrido cambio: la admiración por el bello sexo seguía
siendo su pasión dominante. A la izquierda de aquel gran caudillo se sentaba el
poético Snodgrass, y a un lado de éste, a su vez, el deportivo Winkle; aquél,
líricamente envuelto en una misteriosa casaca azul con cuello de piel de perro;
éste, comunicando mayor refulgencia a una cazadora verde nueva, con pañuelo
escocés al cuello y pantalones ajustados.”
Los
papeles póstumos del Club Pickwick. (Pag. 25-26)
Los papeles
póstumos del Club Pickwick es una de las novelas de humor más populares desde su
primera publicación en formato de serie por entregas, en una revista de 1836, y
todavía en la actualidad hay seguidores que recorren los viajes imaginarios de
los pickwickianos buscando recrear el mundo presentado en la narración. Las
razones de su popularidad son varias: la novela es divertida, de fácil lectura,
rica en caracterizaciones y encierra unos valores humanos bastante positivos,
todo ello hace de este libro una delicia para el paladar de cualquier buen
lector.
Y el caso es que ésta es en esencia una
novela seria, aunque presentada en forma de comedia, donde Dickens pretende
amonestar a sus lectores sobre las cosas de la vida endulzando la medicina
mediante el humor, elevando así a valor esencial de los humanos la alegría y el
disfrute de los placeres sencillos, pintándonos su mundo ideal repleto de
inocencia, benevolencia, juventud, amor… Y para ello utiliza con maestría el
juego de los contrastes enfrentando aquellos valores con una realidad bastante
desagradable: miseria, prisiones, suciedad, hombres viciosos que viven
depredando a mujeres solitarias mediante matrimonios mercenarios, sentimientos
mezquinos y traiciones…
Quizá
la característica más notable de la novela es su calidad masculina, pero no la
típica visión machista, repleta de agresividad, retos, fuerza y todo eso que se
ha dado en llamar equivocadamente “hombría”, sino basada, primero en que la gran mayoría de los
personajes son hombres y que la mayoría de las mujeres son tratadas de manera,
digámoslo así, poco simpática. Los actores principales no son particularmente
agresivos, violentos o dominantes, sino que la masculinidad de la novela se cimienta
principalmente en la delicadeza, incluso a veces, protectora y paternalista.
Las mujeres se muestran casi como objetos, seres bellos y agradables a los que
hay que cuidar y proteger, desde la dulce joven de romance hasta la solterona
poco agraciada y amenazada por algún depredador como un medio para progresar
socialmente. Son figuras sentimentales o cómicas y carecen de la realidad con
la que Dickens perfila a los hombres. Dickens entiende a los hombres y se
deleita en sus excentricidades, pero, por lo menos en esta novela, las mujeres
son una entidad desconocida para él, lejana, misteriosa que no supo plasmar con
perfección.
Los papeles póstumos del Club Pickwick puede considerarse como un campo de pruebas para los temas y personajes que Dickens desarrollará en sus obras posteriores. Aunque la trama sea floja y laberíntica, más parecida a la forma de las novelas picarescas del siglo XVIII que al Dickens posterior, ésta le servirá en gran medida para el tratamiento futuro de sus novelas. Los temas del dinero, encarcelamiento por deudas o la paternidad son tratados extensivamente y Dickens los usará más tarde y los desenvolverá hasta un alto grado de virtuosismo.
Los papeles póstumos del Club Pickwick puede considerarse como un campo de pruebas para los temas y personajes que Dickens desarrollará en sus obras posteriores. Aunque la trama sea floja y laberíntica, más parecida a la forma de las novelas picarescas del siglo XVIII que al Dickens posterior, ésta le servirá en gran medida para el tratamiento futuro de sus novelas. Los temas del dinero, encarcelamiento por deudas o la paternidad son tratados extensivamente y Dickens los usará más tarde y los desenvolverá hasta un alto grado de virtuosismo.
Gran
parte de la obra narrativa de Charles Dickens, incluyendo esta obra, pertenece
a la categoría al grupo de aquellas en las que su autor ha querido educar, de
algún modo, a los lectores permitiéndoles, al mismo tiempo, un buen rato de
diversión. Y es que él vivió en una época repleta de contradicciones donde se
fraguaban las futuras pugnas entre las clases sociales que llevarían a los
desastres futuros que quedaron reflejados en la historia de la vieja Europa.
Estas contradicciones son las que Dickens pone de relieve en sus otrabajos, a
su estilo, sin asperezas, sin brusquedades, y siempre con una pizca de
mordacidad, ironía e, incluso, a veces, amargo sarcasmo. Pero no nos
confundamos al pensar que nuestro amigo pudiera militar en las recientes filas
del socialismo revolucionario que por entonces, segunda mitad del siglo XIX,
pugnaba por hacerse un sitio en la política internacional, pues él simplemente
era un hombre que venía de la oscuridad y la miseria habiendo vivido aquellas
penurias en sus propias carnes y que, desde su visión cristiana de la
convivencia, rechazaba de lleno la explotación del hombre por el hombre en
todos los planos, pero, sobre todo, con la extravagante excusa del beneficio de
unos pocos.
Uno de los medios más habituales para
publicar en el siglo XIX y parte del XX fue la novela por entregas, donde los
editores de un periódico o revista solicitaban a un escritor poco conocido que
trabajara sobre un argumento muchas veces sugerido de antemano,
comprometiéndose éste a entregar, cada quincena o mensualmente, un capítulo de
dicha historia. Así pues, Charles Dickens, un joven que comenzaba en ese
mundillo de la fábula, fue contratado por Chapman and Hall para escribir una
novela sobre el género de “narración de
viaje doméstico de una delegación de cuatro caballeros de una sociedad
diletante típicamente inglesa” y debía someterse, cosa muy normal en la
época, a desarrollar cada capítulo en
función de los dibujos que se le fueran presentando por parte del dibujante
contratado, en este caso Robert Seymour, un artista bastante famoso por
entonces, sin embargo Dickens se negó a someterse a las órdenes de ningún
dibujante, pues consideraba que más bien debía ser al contrario ya que la
literatura era más importante que el diseño. Este desplante enfrentó a Seymour
y Dickens en una disputa que concluyó cuando el primero se suicidó por otros
motivos que nada tuvieron que ver con lo que nos ocupa.
Este formato de publicaciones, muy
populares entre el público burgués urbano europeo de los siglos XVIII y XIX
tenía la ventaja para el escritor de conocer, tras cada entrega, la aceptación
de la misma por sus lectores, ya que éstos solían airear sus opiniones en las
cartas dirigidas al director de redacción, de esta forma, el novelista podía
mejorar su historia mediante cambios sustanciales que dieran más fuerza a la
misma. Esto fue lo que hizo Chales Dickens con la introducción de un solo
personaje, Sam Weller, el criado del señor Pickwick, quien, gracias a su lenguaje
de clase baja urbana londinense, el denominado “cockney”, y a su personalidad más acorde con la realidad, más
cercano y repleto de picardías, gracia y astucia, consiguió uno de los mayores
hitos de la novelística por entregas al pasar de cuatrocientos a cuatrocientos
mil los ejemplares vendido del Evening
Chronicle.
Los papeles
póstumos del Club Pickwick apareció por primera vez en forma de libro en 1837, un
años después de que la primera entrega apareciera en el Evening Chronicle, llegando de esta forma a todas las esferas de la
sociedad inglesa y ganándose Dickens el respeto y la admiración de sus
conciudadanos como escritor.
Y todo comenzó con un viaje de ficción en
mayo de 1827, cuando el Club Pickwick de Londres, encabezado por Samuel
Pickwick, decide fundar una sociedad de viajes en la cual cuatro miembros se
desplazan alrededor de Inglaterra y hacen reportajes de sus aventuras. Estos
cuatro miembros son el señor Pickwick, un amable hombre de negocios retirado
quien se dedica a filosofar y cuyos pensamientos nunca se elevaban sobre los
lugares comunes; Tracy Tupman, un hombre amante de las mujeres que nunca
consigue una conquista; Augustus Dnodgrass, un poeta que jamás escribe un
poema, y Nathaniel Winkle, un deportista de tremenda ineptitud. A ellos se
unirá más adelante el criado Sam Weller, quien aportará la pizca de cordura que
escasea en la pequeña tropa inicial, y todos juntos vivirán diferentes
aventuras con momentos de hilaridad mezclados con otros donde la mordacidad no
enmascara, sino que sustenta, la crítica social, junto con algunos de torpe
romanticismo o de cruel, por lo verídica, realidad, y dentro del desarrollo de
los acontecimientos, aparecerán, salpicando como un condimento necesario de la
obra, diversas pequeñas historias que no rompen el hilo argumental, sino que lo
refuerzan.
Dickens se basó para sus “Pickwick Papers”
en varios precedentes literarios de la mano de autores como Cervantes, Fielding
o Smollett. El mismo señor Pickwick es un Don Quijote a la inglesa a quien su
criado aporta el juicio necesario, como
hacía Sancho Panza. Detrás de la idea del Pickwick Club y su líder aparecen las
aventuras de Jorrocks Surtees. Para el tratamiento de la ley se inspiró en el
tratamiento de Fielding sobre la corrupción judicial. Las escenas burlescas de
los hombres cuando son arrastrados en ropa de dormir tienen su contraparte en Fielding
y Smollett. La idea del tipo que va a la cárcel y se transforma en un hombre mejor
y más sabio ya fue utilizado por Goldsmith en el vicario de Wakefield. Pero estas
fuentes, aunque presentes constantemente en toda la obra y perfectamente
reconocibles, no son molestas sino todo lo contrario, dándole una originalidad
y un sentido esencial gracias a la fresca prosa de Dickens.
Sin
embargo, desde un punto de vista sociológico la novela tiene graves
deficiencias, pues si la política y toda su liturgia y convencionalismos son
tratados con desprecio, en cambio la redención de la sociedad es colocada por el
autor en manos de filántropos como el personaje principal, quienes a pesar de
sus buenas intenciones, son bastante limitados y cortos de miras, olvidándose
del papel de las instituciones. Pero Dickens, quien no era sociólogo ni
economista, sin embargo como novelista fue mucho más eficaz a la hora de
proponer soluciones con sus historias creando un movimiento decisivo en la
opinión pública contra las injusticias de su tiempo.
Una gran parte de los logros de Dickens en
la creación de Mr. Pickwick radica en la tridimensionalidad del retrato. Primero,
Dickens no desarrolla sus personajes de la misma forma en que lo haría un
novelista moderno, mostrando sus conflictos internos, no, él describe a sus
personajes desde el exterior, a través de su forma de hablar, apariencia y
gestos. Sin embargo, nos da un retrato completo del personaje de Mr. Pickwick y
el desarrollo espiritual puede inferirse a partir de las acciones. Mr. Pickwick
es leal y protector hacia sus amigos, galante con las mujeres, cariñoso y
abnegado hacia su criado, comprensivo y misericordioso hacia las personas que
le han hecho mal. Por otro lado también es juvenil, inocente, amante de la
diversión y un poco absurdo. Segundo, su carácter se revela con claridad en las
aventuras que tienen a lo largo de la obra luchando contra la injusticia y,
especialmente, contra los planes de los mercenarios del amor que buscan un
enlace productivo. Y tercero, gran parte de la personalidad de Pickwick se
revela a través de su relación con su criado, Sam Weller, quien se involucra
emocionalmente en los intentos de su amo por desbaratar los entuertos,
defendiéndolo en todo momento, sacrificándose por él y llegando a ser casi un
hijo para el protagonista.
Por su parte, Sam Weller es un alter ego de Sancho Panza y es el complemento del señor Pickwick, pues mientras
éste es un anciano inocente, Sam es un joven experimentado y el personaje más
inteligente de la novela. Pero su antagonismo va mucho más allá, pues Pickwick
pierde los estribos con facilidad mientras Sam siempre se muestra bastante
dueño de sí mismo, o si a Pickwick no le interesan los asuntos románticos, Sam
mantiene un noviazgo durante gran parte de la obra, convirtiendo así a Sam en
la parte práctica y la lógica de este personaje binario que conforman él y su
amo.
Leamos ahora, como aperitivo, uno de los
pequeños relatos intercalados, concretamente el titulado Cuento del cómico de la legua, el cual tiene poco de humor y
bastante de ese realismo crudo y sin tapujos que raya en el terror:
“NO hay nada de
maravilloso en lo que voy a relatar – dijo el funesto -, ni siquiera hay nada
de extraordinario en ello. La privación y la enfermedad son demasiado
corrientes en muchas situaciones de la vida para merecer mayor atención de la
que se concede usualmente a las vicisitudes más corrientes de la naturaleza
humana. He reunido estas breves notas porque conocí mucho a su protagonista
durante bastantes años. He seguido paso a paso su camino descendente, hasta que
por fin alcanzó el extremo de miseria de que ya no volvió a levantarse.
El hombre de que hablo era un vulgar
actor de pantomima; y, como muchos de su especie, un borracho habitual. En sus
buenos tiempos, antes de haber quedado debilitado por la disipación y consumido
por la enfermedad, había recibido un buen salario que, si hubiera sido él
cuidadoso y prudente, pudo haber seguido recibiendo durante algunos años; no
muchos, porque estas gentes, o mueren pronto, o, a fuerza de gastar
desmesuradamente sus energías corporales, pierden antes de tiempo la capacidad
física de que dependen únicamente para su subsistencia. Con todo, su pecado
dominante le venció tanto, que resultó imposible emplearle en las actividades
en que realmente era útil para el teatro. La taberna tenía para él una
fascinación a la que no podía resistir. La enfermedad sin cuidados y la pobreza
sin esperanza eran su destino, con tanta seguridad como la misma suerte si
seguía por ese mismo camino; y en efecto, siguió, y los resultados pueden
suponerse. No pudo obtener empleo, y le faltó el pan.
Todo el que conozca las cosas del
teatro sabe que hay un enjambre de gente sucia y caída en la miseria que gira
en torno a la escena de un espectáculo importante: no son actores contratados
normalmente, sino gente para los bailes, para los conjuntos, titiriteros, y
además, que se emplean mientras se pone una pantomima o una pieza de Pascua, y
luego se despiden, hasta que la puesta en escena de algún espectáculo
complicado da lugar a una nueva demanda de sus servicios. A tal modo de vida se
vio obligado a recurrir este hombre; y al trabajar así todas las noches en
algún teatro de mala muerte, de pronto le puso en posesión de unos pocos
chelines por semana, que le permitieron satisfacer su antigua propensión.
También este recurso le falló pronto; sus irregularidades eran demasiado
grandes para sacar de sus ganancias el mísero alimento que podría haberse
procurado así, y se vio de hechor reducido a una situación al borde de la
muerte por hambre, procurándose solo alguna insignificancia ocasionalmente, al
pedir prestado a algún antiguo compañero o al conseguir aparecer en escena en
alguno de los más vulgares teatrillos; y en cuanto ganaba algo, lo gastaba como
antes.
Por entonces, cuando este hombre
llevaba más de un año existiendo sin que se supiera cómo, yo tuve un breve
contrato en uno de los teatros del otro lado del río, hacia Surrey, y vi allí a
aquel hombre, a quien había perdido de vista durante algún tiempo, pues yo
había estado de viaje por provincias mientras él andaba al acecho por las calles
y avenidas de Londres. Me había vestido para salir del teatro, y cruzaba la
escena al marcharme, cuando medio un golpe en el hombro. Nunca olvidaré el
repulsivo espectáculo que se me presentó a la vista cuando me volví. Estaba
vestido para la pantomima, con todo el absurdo de un traje de payaso. Las
figuras espectrales de la Danza de la Muerte, las formas más espantosas que
jamás pudo retratar en el lienzo un buen pintor, nunca han presentado un
aspecto ni la mitad de espectral. Su cuerpo hinchado y sus piernas encogidas –
con su deformidad aumentada cien veces por el traje de fantasía -, sus ojos
vidriosos, en terrible contraste con la espesa pintura blanca que embardunaba
su cara; la cabeza, llena de grotescos ornamentos y temblando de parálisis; las
largas y flacas manos, restregadas con tiza blanca, todo ello le daba un
aspecto horrible y artificial, del que no puede dar idea ninguna descripción, y
que, aún hoy, me estremece recordar. Me llevó a un lado, y con voz hueca y
trémula y en palabras entrecortadas, me expuso un largo catálogo de
enfermedades y privaciones, acabando, como de costumbre, con la urgente
petición de que le prestara una insignificante cantidad de dinero. Puse en sus
manos unos pocos chelines, y al volverme para marchar oí los aullidos de risa
que seguían a su primer volantín en escena.
Pocas noches después, un muchachito me
entregó un trozo sucio de papel en que había unas palabras garrapateadas a
lápiz informándome de que aquel hombre estaba peligrosamente enfermo, y
rogándome que después de la función fuera a verle a su alojamiento en la calle…
ahora no me acuerdo de su nombre, a poca distancia del teatro. Prometí hacerlo
así en cuanto pudiera marchar y apenas bajó el telón, partí para mi triste
asunto.
Era muy tarde, porque ya había actuado
en la última pieza; y, como era una noche de beneficio, la representación se
había prolongado más que de costumbre. Hacía una noche oscura y fría, con un
viento húmedo y helado, que lanzaba la lluvia en fuertes ráfagas contra las
ventanas y fachadas. Se habían formado charcos en las calles, estrechas y casi
solitarias, y como muchos de los faroles de aceite, dispersos a gran distancia,
habían sido apagados por la violencia del viento, la marcha resultaba no solo
incómoda, sino incierta. Sin embargo, había tomado el buen camino, y, tras de
algunas dificultades, logre encontrar la casa adonde me dirigía: una carbonera,
con una buhardilla encima, donde, en un cuarto al fondo, yacía la persona a
quien buscaba.
Una mujer de aspecto mísero, la mujer de
aquel hombre, salió a mi encuentro en las escaleras, y, diciéndome que él
acababa de caer en una especie de sopor, me hizo entrar silenciosamente y me
puso una silla junto a la cama. El enfermo estaba tendido con la cara hacia la
pared; y, como no observó mi presencia, tuve ocasión de observar el lugar en
que me encontraba.
Estaba en un viejo jergón, que se
recogía durante el día. En torno a la cabecera habían puesto los desgarrados
restos de una cortina a cuadros, para defenderle del viento, que, sin embargo,
se abría paso al destartalado cuarto a través de las numerosas grietas de la
puerta, soplando a ráfagas a cada momento. Había un débil fuego en cenizas, en
un fogón oxidado y desvencijado; y ante él estaba puesta una vieja y sucia mesa
triangular, con unas botellas de medicinas, un vaso roto y unos cuantos objetos
domésticos más. Un niño dormía en una yacija provisional que le habían hecho en
el suelo, y a su lado se sentó la mujer en una silla. Había un par de repisas
con unos pocos platos, copas y platillos, bajo los cuales colgaban unos zapatos
de teatro y unos floretes. Con la excepción de unos montoncitos de trapos y
andrajos que habían tirado descuidadamente en los rincones del cuarto, esas
eran las únicas cosas de aquella casa.
Tuve tiempo para observar esos pequeños
detalles, y para fijarme en la respiración pesada y los sobresaltos febriles
del enfermo, antes de que este se diera cuenta de mi presencia. En sus
inquietos intentos de encontrar un lugar cómodo de descanso para la cabeza,
sacó la mano de la cama y cayó en la mía. Se incorporó asustado y me miró
gravemente a la cara.
- Es el señor Hutley, John – dijo su
mujer -. Es el señor Hutley, a quien mandaste a buscar esta noche, ya sabes.
- ¡Ah! – dijo el enfermo, pasándose la
mano por la frente -; Hutley… Hutley… vamos a ver. – Pareció esforzarse unos
instantes en ordenar sus pensamientos, y luego, agarrándome fuerte por la
muñeca, dijo -: No me dejes, no me dejes, compadre. Ésta me matará; sé que me
matará.
- ¿Lleva mucho tiempo así? – dije a la
mujer, que lloraba.
- Desde anoche – respondió-. John,
John, ¿no me conoces?
- No la dejes que se me acerque –dijo
el hombre con un estremecimiento, al inclinarse ella sobre él-. Échala, no
puedo soportar que esté a mi lado. –Se quedó mirándola extraviadamente, con
aire de mortal temor, y luego me susurró al oído-. La pegué ayer, Jem; la pegué
ayer, y otras muchas veces antes. La he matado de hambre, y al niño también; y
ahora que estoy débil e indefenso, Jem, me asesinará por eso; sé que lo hará.
Si la hubieras visto llorar como la he visto yo, lo sabrías también. Échala.
–Aflojó la mano, y se desplomó agotado en la almohada.
Comprendí de sobra lo que significaba
todo aquello. Si hubiera conservado alguna duda, una ojeada a la cara pálida y
la figura consumida de la mujer habrían explicado suficientemente la situación
real del caso.
- Sería mejor que se apartara –dije a
la pobre criatura-. No le puede servir de nada. Quizá esté más tranquilo si no
la ve.
Ella se apartó de la vista del hombre. Éste
abrió los ojos unos momentos después y miró alrededor ansiosamente.
- ¿Se ha ido? –preguntó gravemente.
- Sí, sí –dije-; no te hará daño.
- Te diré la verdad, Jem –dijo el
hombre, en voz baja-: me hace daño. Hay algo en sus ojos que me hace tener un
miedo terrible, que me vuelve loco. Toda esta noche he tenido aquí cerca sus
ojos, grandes y fijos, y su cara pálida; donde me volvía, se volvían también; y
siempre que me despertaba asustado, estaba ella junto a la cama, mirándome.
Me acerco a él, y dice en un susurro de
profunda alarma:
- Jem, debe de ser un espíritu malo,
¡un diablo! ¡Chist! Sé que lo es. Si hubiera sido una mujer, se hubiera muerto
hace mucho tiempo. Ninguna mujer podría haber soportado lo que ella.
Me sentí horrorizado al pensar en el
largo camino de crueldad y desprecio que tenía que haberse recorrido para dejar
tal impresión en tal hombre. No pude decir nada en respuesta, pues ¿quién podía
ofrecer esperanza o consuelo al ser abyecto que tenía delante?
Seguí sentado allí unas dos horas,
durante las cuales se revolvió murmurando exclamaciones de dolor o de
impaciencia, echando incansablemente los brazos acá y allá, y dando vueltas
constantemente de un lado para otro. Poco a poco, cayó en ese estado de
inconsciencia parcial en que la mente vaga inquieta de escena en escena, de
lugar en lugar, sin el dominio de la razón, pero sin ser tampoco capaz de
desprenderse de una sensación indescriptible de sufrimiento presente.
Encontrando que este era su caso, por sus extravíos incoherentes, y sabiendo
que con toda probabilidad la fiebre no había de empeorar inmediatamente, le
dejé, y prometí a su pobre mujer que repetiría mi visita la noche siguiente, y
aún, si era necesario, velaría al enfermo toda la noche.
Cumplí mi promesa. Las últimas veinticuatro
horas habían producido una terrible alteración. Los ojos, aunque profundamente
hundidos y cargados, brillaban con un fulgor terrible de observar. Los labios
estaban secos y agrietados en muchos puntos; la piel dura y seca se había
encendido con un calor ardiente; y un aire, casi sobrenatural, de loca ansiedad
en la cara de aquel hombre, indicaba aún más severamente los estragos de la
enfermedad. La fiebre estaba en su máximo.
Tomé el asiento que había ocupado la
noche anterior, escuchando esos sonidos que deben de herir profundamente aun el
corazón de los más empedernidos seres humanos: los terribles estertores de un
agonizante. Por lo que había oído de la opinión del médico, sabía que no había
esperanza: lo que veía era su agonía. Observé sus consumidos miembros, que
pocas horas antes había visto retorcerse para diversión de un ruidoso teatro, y
que ahora se retorcían bajo la tortura de una fiebre ardiente; oía la aguda
risa del payaso, fundiéndose con el sordo murmullo del agonizante.
Es conmovedor notar cómo la mente
vuelve a las ocupaciones ordinarias y los empeños de la salud mientras el
cuerpo yace delante, débil e inerme; pero cuando estas ocupaciones son del
carácter más rigurosamente opuesto a todo lo que asociamos con las ideas graves
y solemnes, la impresión que se produce es infinitamente más poderosa. El
teatro y la taberna eran los temas principales de los extravíos de aquel
desgraciado. Se imaginaba que llegaba la hora del teatro y tenía un papel que
desempeñar: era tarde y debía salir de casa al instante. ¿Por qué le sujetaban
para que no se fuera? Perdería el dinero: tenía que marcharse. ¡No, no le
dejaban irse! Escondía la cara entre las manos ardientes, y débilmente
deploraba su debilidad y la crueldad de sus perseguidores. Una breve pausa, y
gritaba unos versillos ripiosos: los últimos que había aprendido. Se
incorporaba en la cama, retorcía sus miembros consumidos, y daba vueltas en
grotescas posturas: estaba actuando, estaba en el teatro. Un silencio de unos
momentos, y murmuraba el estribillo de una canción grosera. Por fin había
llegado a la vieja taberna; ¡qué calor hacía! Había estado enfermo, muy
enfermo, pero ahora estaba bien y muy contento. ¡Que le llenaran el vaso!
¿Quién se lo apartaba de los labios? Era el mismo perseguidor que antes le
había ido detrás. Volvió a caer en la almohada y se quejó en voz alta. Una
breve pausa de olvido, y ya estaba errando a través de un laberinto fatigoso de
cuartos tan bajos de techo, que, a veces, tenía que arrastrarse a cuatro patas
para avanzar; todo era estrecho y oscuro, y a dondequiera que se volvía, algún
obstáculo le impedía avanzar. Había insectos también, horrendos seres que
agitaban las patas y le miraban fijamente, llenando todo el aire en torno de él
y brillando horriblemente entre la densa oscuridad de aquel sitio. Las paredes
y el techo estaban animados de reptiles; la bóveda se había expansionado hasta
alcanzar un tamaño enorme; terribles figuras saltaban de acá para allá, y las
caras de sus conocidos, con aspecto horrible, haciendo muecas y gestos, se
asomaban entre ellas; le marcaban con hierros al rojo, y le ataban la cabeza
con cuerdas hasta que le saltaba sangre; él luchaba locamente por salvar la
vida.
En el apogeo de una de esas crisis,
después que me costó gran trabajo sujetarle en la cama, se hundió en lo que
parecía un sueño. Abrumado por la vigilia y el esfuerzo, yo había cerrado los
ojos durante unos minutos, cuando sentí que me agarraba violentamente el
hombro. Me desperté enseguida. Se había incorporado, sentándose en la cama: un
cambio terrible había tenido lugar en su rostro, pero había vuelto a la
conciencia, porque me reconocía, evidentemente. El niño, que llevaba mucho
tiempo sobresaltado por aquellos delirios, se levantó de su camita y corrió
hacia su padre, gritando de terror; la madre lo tomó apresuradamente entre sus
brazos, no fuera él a hacerle daño, en la violencia de la locura; pero,
aterrado por la alteración de su fisonomía, se quedó transida junto a la cama.
Él se agarró convulsivamente a mi hombro y, golpeándose el pecho con la otra
mano, hizo un intento desesperado de articular algo. No lo consiguió; extendió
el brazo hacia ellos e hizo otro violento esfuerzo. Salió un ruido confuso de
su garganta… sus ojos fulguraron… un breve gruñido ahogado… y cayó atrás…
¡muerto!”
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