LA PENÚLTIMA FILA A LA IZQUIERDA: Fantasmas pasados del presente, de Ana Bosch López
15 de Agosto de 1958
Roberto era tierno y educado. Cuidadoso con
su aspecto y sus maneras con los demás pero sin asegurarse antes de no perder
su forma de origen y sin desviarse de su temperamento principal.
Le gustaba que la gente le sonriese al pasar
y devolverles la sonrisa. Se imaginaba que pensaban “Que simpático este chico” y este pensamiento le halagaba aún más.
Le gustaba causar una buena impresión y muchas veces no podía evitar ser
demasiado meticuloso en sus formas para agradar a quien estuviese pendiente de
él.
Aun así, no le gustaba ser el centro de
atención. No quería ser el más rico del círculo, ni el más guapo, ni el más
simpático. O no al menos, a simple vista, ya que prefería pasar desapercibido
en las primeras impresiones y no presentarse llamativamente para atraer a las
masas. Él sólo pretendía captar la atención de una mayoría selecta; aquella
capaz de observar con detenimiento y percatarse de los detalles más nimios que
él se había encargado de mostrar sutilmente, pero que una vez encontrados
desencadenaban un diamante en bruto que no dejaba de sorprender y te atrapaba
hasta el punto de cegarte totalmente de tu alrededor, y proclamándose ante ti
como uno de los seres más completos en la faz de la tierra. Era inútil entonces
negar el atractivo, la inteligencia y la seguridad que desprendía y apartarse
de él era, posiblemente, el error más grande que podías cometer.
Roberto era muy cuidadoso también con su
mente. Extremadamente culto, se había empapado desde bien pequeño de los
grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos. Y no sólo novela,
también poesía, música, teatro, ensayos o críticas periodísticas. Había
estudiado a conciencia grandes investigaciones médicas, biológicas y químicas.
Porque Roberto era médico, y uno de los buenos. De esos que forman largas colas
diariamente, de los que se habla cuando el dolor persistente en uno de los
dedos del pie es ahora más agudo y tu médico habitual no encuentra remedio,
salvo recetarte un sin fin de pomadas que aromatizan tu pie y lo dejan muy
suave, pero no le alivian el dolor. Entonces acudes a Roberto. Él trajo de América
grandes bártulos y aparejos extraños de medicina que quedaban muy bien en la
sala, y no sólo eran de decoración, también servían para medir y para estudiar.
Y Roberto los estudiaba y mucho. Durante sus años en la facultad de Oxford
había aprendido todos y cada uno de los seres extraños y los dominaba a la
perfección, con lo que no era de extrañar que su consulta siempre estuviese
repleta y como resultado, estuviese acumulando una pequeña fortuna.
¿Qué escribía? Nada bueno. Nada digno de
admiración, ni por el contenido ni por el tema. Roberto siempre había pensado
que todos, absolutamente todos tenemos algún defecto que sobresale del resto,
aunque nos esforcemos al máximo por esconderlo. Bien podía ser un deseo oculto
que jamás cumpliremos, bien una costumbre que nos agrada demasiado, pero no
podemos permitirnos, bien un recuerdo que nos persigue o nos tortura durante el
resto de nuestra vida o bien cualquier cosa que nosotros consideremos defecto pero
no tenga por qué serlo. Sea como fuere, el simple hecho de ocultarlo, hace que
resurja con más fuerza en aspectos de nuestra vida que no podemos controlar.
Roberto, como todos, también tenía uno. Una
pequeña obsesión que lo acompañaba desde bien pequeño y la que, estaba
convencido, le había condicionado su vocación hacia la medicina. Roberto estaba
obsesionado con la muerte. Por alguna razón desconocida, este tema le había
obsesionado desde bien pequeño y al final, había decidido desahogarse
escribiendo.
De alguna madera, Roberto sacaba sus
instintos escribiendo esos pequeños relatos que conseguía publicar en una
revista de segunda clase de un colega suyo interesado en la literatura
alternativa.
Aquel día, sentado en la penúltima fila a la
izquierda de un viejo café que no había visto bien el paso de los años,
garabateaba sobre la muerte de la famosa cantante de jazz Billie Holiday.
Billie había fallecido el 17 de Julio de 1959 en casa, a causa de la depravada
vida que llevaba a causa de las drogas y el alcohol, que había mezclado con
vario problemas personales.
Pero Roberto esperaba más de la muerte de
Billie, quería sacarle más jugo. Siempre que podía, escribía sobre músicos,
quizás por el sueño roto de la vida bohemia o quizás, simplemente, porque la
música está relacionada con lo más bello y con lo más macabro del ser humano.
Por tanto, se sabe cómo murió Billie, pero
nadie conoce que ocurrió aquella noche del 17 de Julio, y Roberto se iba a
encargar de contarlo.
Comenzó a escribir.
“Billie Holiday llegó a casa como
cualquier otro día. Dejó las llaves en la mesilla de la entrada y se sentó en
el sofá con una copa de vino con algunos aditivos. Notaba la calma del fin del
día postrándose a sus pies. Escuchaba el silencio del barrio apagándose poco a
poco y la soledad la invadía en una sensación agradable. Se sentía bien y se le
antojaba un mañana repleto de actividad. Se sentía capaz de hacer cualquier
cosa, y una sonrisa tonta se dibujó en su cara al adentrarse en sus
pensamientos más íntimos.
De repente, comenzó a encontrarse mal. La
cabeza le daba fuertes pinchazos y no podía adivinar cuál era su causa. Quizá
era la migraña, quizá el cansancio, que aunque lo dudaba, también era posible.
La cabeza comenzó a darle vueltas y notó un
fuerte mareo. Sentía que algo le comprimía el cerebro y no podía apartar el
dolor, que se fue haciendo más y más agudo hasta que no pudo soportarlo más y,
dejando caer la copa de vino al suelo con gran estrépito, gritó. Gritó fuerte,
pero de su boca no salió ningún sonido. Y entonces se aterró de verdad.
Volvió a intentarlo desesperadamente, pero no
era capaz de escuchar su voz. Se había quedado afónica. Aquella voz que tanto
había dado al mundo, no podía oírse. Se sintió frágil y desesperada. De repente
algo muy fuerte la golpeó repetidas veces y cayó de bruces al suelo. Su vista
se tornó borrosa, pero podía vislumbrar el crucifijo colocado cuidadosamente
encima de la chimenea que conservaba desde el internado. Estaba manchado de
sangre. Oía coches, y voces, y el desgarrador grito de una mujer muy joven. Era
su madre. Entonces le vino un ligero olor a carbón que fue creciendo hasta
hacerse insoportable e intentó en vano, contener la respiración. Era un olor
familiar. Era el olor de cierto día de 1927.
Billie se incorporó con dificultad, aun
dolorida por los golpes y volvió a intentar hablar, pero fue en vano. La reina
del “All of me” no podía ni siquiera hablar. Comenzó a andar y a dar vueltas
hacia todos lados con las manos en la cabeza por el dolor. Cerró los ojos, pero
continuó caminando a ciegas por el salón, hasta que tropezó con algo y volvió a
caer al suelo. Entonces, aún con los ojos cerrados, intentó gritar de nuevo.
Otra vez en vano.
De repente, notó como una mano se posaba en
su hombro y no pudo evitar mirar. Lo que vio la enmudeció aún más. Era
Clarence. Aquel personaje, al que no había visto en años, aquél que le cerraba
la puerta en las narices, que podía prescindir de ella durante meses estaba
allí. Aquél, que hacía más de treinta años que había abandonado este mundo,
estaba allí. Y parecía que los años no habían pasado por él. Seguía teniendo
ese aspecto juvenil, ese pelo negro azabache y esa ropa raída.
Se dio cuenta que le hablaba, pero no podía
oírle. Quizá era ese su problema, no su voz, su oído. Entonces se percató que
un continuo sonido agudo había invadido toda la habitación, pero el dolor no le
había dejado percatarse.
Volvió a mirar a Clarence, que ahora le
tendía una mano. Billie alargó sus dedos para tocarle al fin. Le despreciaba,
pero por alguna razón necesitaba sentir que esa mano rozara la suya.
Justo cuando sus dedos estaban a punto de
tocarse, la mano del hombre se tornó blanca y larguirucha. Billie apartó la
suya por un momento y volvió a observar al individuo. La cara de Clarence se
había hinchado y deformado por completo. El aspecto juvenil del principio había
cambiado y ahora tenía ante ella a un ser horrendo. Le pareció que le sonreía y
dejó entrever unos enormes dientes amarillos y pegajosos que rotaban de esa
boca fina y seca. Parecía un mezcla de varias personas que no podía distinguir,
pero que había adquirido lo peor de cara uno y había dado como resultado una
forma pavorosa.
Aquel ser comenzó a alargar sus brazos por
todo el cuerpo de Billie. La rapidez con la que se movían sus manos por toda la
cantante hacía parecer que los dedos se habían multiplicado. La apretaban y le
metían por debajo de su ropa moviéndose a su antojo. Se sentía insegura y
dolorida en brazos de aquello. No encontraba fuerzas para escapar pero el asco
la invadía y el dolor era tan fuerte que parecía que su cuerpo se había
separado de ella y fue invadida por una desgarradora fragilidad que le dejó inmóvil.
Intentó reunir las fuerzas necesarias y con
un golpe seco se separó de aquel ser con éxito, por fin. Pero la brusquedad del
movimiento le creó una fuerte náusea y no pudo evitar correr hacia la cocina.
Al hacerlo, notó que el tipo la perseguía así que entró corriendo y cerró la
puerta con un fuerte golpe. Noto un sonido seco al otro lado.
Una vez allí se sintió aliviada, segura. Había conseguido
escapar. Había salido de aquellas garras que tan fuerte la habían cogido y notó
como el dolor bajaba y la náusea desaparecía y un pequeño sentimiento de placer
la invadió. Estaba nerviosa y tenía el corazón acelerado, como si un gran
acontecimiento fuese a ocurrir, cuando, de repente oyó un murmullo. Se acercó a
la puerta y escuchó una multitud de gente vociferando, como aclamando a
alguien. Era a ella, la estaban aclamando a ella. Era su público. Aunque el
miedo no había desaparecido del todo y no se atrevía a salir, pero el público
la aclamaba y sintió el impulso de asomarse a saludar así que abrió la puerta
temerosa por si volvía a encontrarse con el intruso, pero no. Tras la puerta
había un enorme gentío aclamándole. A Billie se le dibujó una sonrisa al ver el
micrófono que su público había preparado para ella y sentía el calor de la
gente en su cuerpo que la abrasaba y no le dejaba pensar en otra cosa que su
música.
Alzó la cabeza, dispuesta a dialogar con ellos. Estaba preparada. Sabía
que su voz también lo estaba. Miró al jefe del Monette's, a Sony White a su
derecha en un piano que no había visto antes, a Artie Shaw y Jhonah Jones. Se
encontró respaldad y fuera de peligro al ver a Monroe en una esquina, en lo
alto de las escaleras. Le guiñó un ojo y ella se dispuso a cantar “He's funny
that way”, pero en lugar de salir de su boca, esa voz única, infalible, con esa
fuerte expresividad que tanto la caracteriza, un fuerte sonido desgarrador
surgió de sus entrañas. La voz chillona y estrépita silenció al público. Notó
el pánico apoderarse de ella mientras observaba como el resto del público se
silenciaba y la miraba atónito.
Buscó a sus colegas pero ya no estaban. El
piano había desaparecido y su ex marido se había esfumado de las escaleras.
Buscando una cara amiga desesperadamente vislumbró en el fondo de todo a Benny
Goodman. La cara de Benny reflejaba desesperación y enojo y Billie saltó del
escenario cayendo de bruces, pero eso no le impidió dirigirse a él. Las
rodillas le pesaban y antes de desfallecer le gritó tan bien como pudo
“perdón”. Benny le mostró su mano en la que aferraba un fajo de billetes de 100
dólares y sus ojos profundos se le acercaban hasta que la tuvo suficientemente
cerca para agarrarle la mano y la besó. Inmediatamente empujó a la cantante
hacia el resto del atónito público y le lanzó el fajo de billetes con todas sus
fuerzas.
Billie cayó de espaldas y vio como la lluvia
verde la invadía. La gente se había marchado y los billetes cayendo no le
dejaban ver más allá de sus narices.
La mano de Benny se ofreció a ayudarla y ella
dudó, aunque la agarró con fuerza cuando, en ese momento la mano cambió y se
tornó áspera, callosa y joven. El dolor le impedía pensar con claridad y aun
así se dejó llevar por aquella extremidad desconocida. La otra mano de aquel
personaje la agarró por la cintura y comenzó a balancearla con un ritmo suave.
Billie se sintió a gusto, tranquila, como si su cuerpo coordinara perfectamente
con el cuerpo de aquella otra personalidad. No podía ver su cara, pero no le
importaba. Se dejó llevar, se dejó arrastrar por la sensualidad del movimiento,
por el ritmo que parecía conectar con ella de una forma inefable.
Aquella figura comenzó a tararear y conoció
la canción de inmediato. “My Man”.
Y entonces lo supo. Como si hubiese adivinado
sus pensamientos, aquel ser se dejó ver. Era él. Era Lester. Y entonces,
confió; se relajó en sus brazos que la acariciaron suavemente la apretaron
contra su pecho, haciéndole notar la paz y el confort que necesitaba. El dolor
cesó y un sudor frío invadió su cuerpo.
Los brazos de Lester pasaros de aquí para
allá, siempre al mismo ritmo de sus entrañas. Billie se dejó llevar, dejó su
cuerpo inmóvil y se rindió a sus instintos. Poco a poco se calmó, se calmaron
los dos y notó una paz hasta entonces desconocida en su alma.
Cuando despertó Lester ya no estaba. Lo
notaba tan lejano que dudaba si alguna vez había estado allí. El dolor de la
cabeza volvió súbitamente como si sólo se hubiese tomado un descanso y se
preguntó cuánto había dormido, pero no obtuvo respuesta.
El recibidor estaba vacío, ni rastro de
gente, de dinero, como si durante su sueño alguien se hubiera encargado de
hacer desaparecer todo cuanto había ocurrido. O quizá nunca pasó, quizá sólo
había sido un largo e intenso sueño.
Decidió caminar hacia el salón, cuando se
percató de su vestido manchado de sangre a la altura de sus piernas. Llena de
desconcierto y aun con un dolor punzante en la cabeza, decidió dirigirse a su
dormitorio así que subió las escaleras tambaleándose a cada paso y encontró la
puerta cerrada al llegar. La empujó con una fuerza débil y lo que vio la
horrorizó por completo.
Un bosque se alzaba a lo largo de la
habitación. Árboles muertos, grises y rancios aparecía uno tras otro. El techo
se había esfumado y las largas ramas se perdías de vista en el cielo. Y allí,
colgados, uno de cada árbol, al menos veinte hombres y mujeres.
Presa del pánico, Billie gritó, pero su voz
seguía sin responderle. Gritó aun con más fuerza hasta que notó un dolor agudo
en la garganta. De repente, una música sonó de fondo. Era “Strange Fruit”, y
era su voz, la que sonaba desde la lejanía.
Un fuerte viento entró por la ventana y la
empujaba sin darle opción a retroceder y la arrastró hasta el más enorme de los
árboles donde había una cuerda, esperándola. Miró las caras de cada uno de los
cuerpos y notó su horror. Ella sabía que significaba cada expresión y sentía lo
mismo cada vez que lo cantaba. Billie era el reflejo de tanta gente que no pudo
pronunciarse, de tanto dolor acumulado, de tanta discriminación. Y ahora la
reclamaban, querían que se uniese a ellos.
A Billie ya no le quedaban fuerzas. Notaba
como se desplomaba poco a poco ante el árbol. Sus rodillas tocaron el suelo y
lo abrazó, abrazó el árbol que vivía con la muerte y supo que había llegado su
hora. No quería, pero no podía evitarlo. Notaba como los ojos se cerraban, como
el mundo se apagaba poco a poco en la noche silenciosa...”.
Roberto cerró los ojos. No tenía muy claro lo
que había escrito pero sabía que le surgía de dentro. Seguramente cambiaría
muchas cosas antes de entregarlo, y no lo leerían más de cien personas, pero no
le importaba.
Bebió el último sorbo de café y se levantó.
Ya era hora de volver a casa y a su mundo perfectamente construido así que se
despidió de la camarera que le había servido sabiendo que nunca volvería
-Adiós Nancy.
La miró bien. Quizás sí. Quizás sí volvería.
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