TEMAS E IDEAS: Mi casa, por Ancrugon
Siempre he vivido en esta
casa; en ella nací y en ella me gustaría morir, aunque a esto último sólo el
destino tiene la respuesta. Mis padres, y antes que ellos mis abuelos, la
habitaron y por todos los rincones, hasta en los más insospechados, puede descubrirse
algo que posea el halo de mi familia. Conozco cada secreto, cada insignificante
detalle de ella y puedo relatar minuciosamente los diferentes cambios que ha
tenido y las distintas obras o desperfectos que ha sufrido durante mis años de
vida. Intento cuidarla y conservarla lo mejor que puedo y sé que ella me lo
agradece y me cobija protectora, manteniéndose fresca en verano y cálida en
invierno, y siempre silenciosa y apacible. Sí, ella y yo somos amigos, con esa
especie de amistad fuerte y reconfortante que produce el conocimiento, y me
consuela en mis momentos de soledad, que son muchos, y me habla, sí, me habla y
me aconseja. Ya sé que todo esto parece muy extraño, y tal vez no sea cierto en
el sentido estricto, sino, tal vez, un simple producto de mi imaginación, pero
puedo asegurar que algo hay en esta casa que la hace parecer viva e
inteligente.
Podría contar muchos casos
ocurridos aquí como apoyo a mi afirmación, todos muy sorprendentes, incluso
inquietantes, aunque, cosa curiosa, desde el primer momento en que comencé a
notarlos, nunca tuve el más mínimo atisbo de miedo, siempre los percibí como
algo normal y natural, aunque, claro está, en mi interior sabía perfectamente
que no era así. Sin embargo voy referirme sólo a un suceso de mi infancia que
nunca podremos olvidar, ni mi familia, ni yo. Y sobre todo ellos, allá donde el
fin del camino les haya llevado, porque jamás sospecharon la perfecta relación
existente entre mi casa y yo, aunque se acostumbraron a convivir con estos
fenómenos a los que buscaron explicaciones, como suele ser natural, que en el
fondo no creían.
Tendría doce años, más o
menos, y aquella noche tibia de primavera me encontraba solo en casa, puesto
que mis padres habían salido a la carrera hacia la casa de una tía abuela quien
había muerto una hora antes y mi hermano estaba estudiando en una ciudad
lejana. El caso era que yo, que a causa de mi poliomielitis infantil no podía,
ni puedo, caminar, había sido introducido en la cama, bajo mi sorpresa y a
pesar de mis sonoras protestas, con las simples razones de que no sabían cuándo
volverían y que no podía quedarme levantado toda la noche. Serían sobre las
diez. Mi humor era de perros, pues me estaba perdiendo mi programa favorito de
radio y tampoco podría acudir a mi cita diaria con las estrellas, las dos cosas
que hicieron especiales las noches de mi infancia, ya que, en aquellos tiempos,
rara era la familia que disponía de un televisor, por lo que todos los miembros
de la casa, incluidos los gatos, nos reuníamos durante y tras la cena alrededor
de un impresionante aparato de radio, de aquellos antiguos de lámparas que
tenían un dial luminoso y enorme donde aparecían escritos los nombres de las
más remotas emisoras y cuyo sonido, monofónico, brotaba ondulante e
intermitente de un enorme altavoz protegido y decorado con una rejilla barroca
de plástico amarillento. Era fantástico: radionovelas, concursos, debates,
música, noticias, programas culturales, fútbol, etcétera. Era como tener a un
amigo enteradillo y parlanchín que te va contando todos los chismes y
acontecimientos de la vida. Conocíamos a todos los locutores simplemente por el
timbre de la voz, llorábamos con las tragedias ficticias que nos acongojaban o
enternecían, comentábamos las jugadas más interesantes perfectamente vistas por
medio de las palabras del excitado y alterado comentarista o cantábamos todas
las canciones más conocidas a pleno pulmón y, algunas veces, con más frecuencia
mi hermano, se atrevía con algunos pasos de baile que me arrancaban la
cristalina risa infantil, pero lo mejor era que allí estábamos, compartiendo la
distracción, todos los seres queridos incluidos los gatos que ronroneaban medio
dormidos en el regazo de alguno de nosotros. Ver la tele no es lo mismo, no,
nunca lo será.
Por otra parte, observar
las estrellas era el otro momento culminante de las noches. Se iniciaba cuando
en la radio comenzaban los programas no aptos para menores y mi padre me cogía
en sus brazos y me decía: “A la cama”. Subíamos al piso de los dormitorios y me
ponía el pijama, entonces yo le pedía: “Déjame ver las estrellas hasta que os
acostéis vosotros”. Y, si no había ningún impedimento, como fiebre, frío, cielo
nublado o madrugar, me acomodaba en una mecedora junto a los cristales del
balcón, me ponía una manta por encima y me dejaba allí, en la oscuridad,
flotando por el maravilloso e infinito universo de los sueños, acariciando el
pelo azul infinito de mi pequeño Ángel de trapo, mi compañero de cama hasta
bien cumplidos los catorce años. Cuando ellos volvían yo ya estaba plácidamente
dormido y mi Ángel yacía en el suelo con su sonrisa de niño complaciente
brillando en la oscuridad.
Pero aquella noche tuve
que estar a las diez en la cama y conformarme con la lectura de un libro de
Julio Verne, “Dos Años de Vacaciones”, creo recordar, que me estaba
apasionando, pero que en esa ocasión me negaba a leer. Cuando oí que cerraban
la puerta de la calle, comencé a llorar con amargura, aunque mi llanto no era
de rabia por no haber conseguido lo que quería, sino de impotencia por ser tan
esclavo de mis propias limitaciones, y eso que entonces yo no lo sabía. Siempre
que esto ocurría, me consolaba soñando despierto con ser un vagabundo e ir de
un lado para otro caminando y dormir bajo el techo inabarcable del universo,
pero aquella noche no hubo consuelo posible, y llorando, llorando, caí en un
duermevela reparador envuelto por un murmullo suave y plácido y abrazado a mi
blando y sedoso compañero angelical. Y soñé, soñé que el murmullo crecía hasta
llegar a ser el locutor de mi programa favorito que, esa noche, hablaba de un
viaje fantástico a las heladas tierras del norte de Canadá, abriendo caminos
incógnitos entre bosques misteriosos y lagos helados donde los osos blancos
ensayaban sus piruetas de patinaje artístico, hasta llegar a la perpendicular
de la mismísima estrella polar rodeado de la danza multicolor de una aurora
boreal inagotable. Y cuando el programa llegó a su fin, soñé que la puerta de
mi habitación se hacía más grande y que por ella entraba la mecedora cabalgando
como un brioso corcel de aventura hasta llegar junto a mi cama y que la manta
de mis noches universales venía para arroparme y levantarme como la alfombra
mágica de un faquir y me depositaba con suavidad en el cómodo y móvil asiento, el
cual, al notar sobre sí mi leve peso, volvía a cabalgar con el vaivén
cadencioso del que siente placer con los ratos perdidos, y así, llegué hasta el
cristal del balcón, abrazado a mi Ángel de la guarda de pelo azul y cara de
niño, y juntos pudimos contemplar el increíble repetirse de un espacio sin
tiempo ni límites donde la fantasía puede crecer y crecer y crecer...
Me despertó mi madre a la
mañana siguiente. Era muy temprano, pero el desayuno estaba allí, en una
bandeja junto a mi cama: mojar la rosquilleta en la leche con Cola Cao era el
primer placer de cada día. Me dispuse pues a llevarlo a cabo cuando volvió a
aparecer mi madre en la puerta de mi habitación con mi Ángel en sus manos:
“¿Cómo ha llegado éste hasta la mecedora del balcón?” No supe que responder, ni
mi padre tampoco le encontró una explicación.
Pero, al mirar a mi
alrededor, tuve la entrañable sensación de que un imperceptible guiño de
complicidad asomaba en la superficie de todas las cosas.
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