TEMAS E IDEAS: Dos apuntes sobre mí, por Ancrugon


EL INDIO DE PLUMAS ROJAS


El primer recuerdo de mi infancia es un indio con penacho rojo que dibujé sobre un papel cuadriculado.
Junto a la ventana del comedor miraba a la tarde que caía con lentitud de pluma mientras todo se llenaba, envuelto en ese silencio suave de las cosas amables, de las sombras amigas y acogedoras de los atardeceres de otoño.
Entonces, claro, no lo supe, pero algo extraño, no sentido anteriormente, recorrió mi cuerpo de niño y, sin saber la causa, una tristeza inmensa se apoderó de mí y comencé a llorar sin motivo alguno, al menos aparente, y es que la soledad, ahora lo descubro, había llegado para conocerme. Y en las nubes carmín del horizonte encontré mi primera sensación fría del destino.
En aquel momento, como producto de una inspiración repentina, mi mano comenzó a trazar líneas y más líneas en movimientos rápidos y nerviosos, mientras sorbía los mocos con sabor a mar de mi desesperación. Y allí, sobre aquel papel cuadriculado y amarillento de un viejo bloc, apareció el indio de rostro inexpresivo y purpúreo plumaje como el crepúsculo. Al observarlo, mi llanto brotó con más energía por lo que, a los pocos segundos, tal que un fruto de las sombras, llegó mi madre alarmada: “¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa? ¿Qué te duele?” Pero yo sólo respondía con más lágrimas e hipos mientras mis ojos no podían apartarse, hipnotizados, del dibujo.
Mi flaco vecino, de mi misma edad, amigo desgarbado y con una gran dosis de malas, pero divertidas, ideas, asomó su despeinada cabeza en aquel preciso instante. Su delgada silueta se me antojó como un fantasma en la penumbra del comedor y en silencio se acercó hasta nosotros y miró la infantil silueta del indio en el papel. Fue entonces cuando, como un sonido ajeno y desconocido, me oí decir: “Mamá, yo no quiero morirme.” Y mi amigo y yo explotamos al unísono en un sollozo sin consuelo ante la mirada atónita de mi madre y la indiferencia de mi indio.
Entonces yo tenía ocho años.


MI VENTANA

Hay ventanas para mirar afuera y las hay para mirar hacia dentro. La mía es de las primeras. Ella me ha mostrado, desde mis primeros años, todo un mundo que ha ido variando en mi fantasía a medida que adquiría conocimientos sobre él. Mi ventana ha sido mi maestra y mis alas, pues por ella sé, por ella sueño y por ella deseo. A veces me olvido de sus rejas, pero es que mi ventana no se limita a sí misma, ni es tampoco mi frontera, ella se convierte en puerta de horizontes a pesar de asomarse a una calle estrecha. Y en verano, mi ventana, además de ojos, es orejas, y me trae los sonidos de la noche a enredarse junto a mi cama. Ella me escucha y yo le hablo en una conversación donde sobran las palabras. Sabe de mí tanto como yo mismo, y me esconde de quien evito, pero llama a todo lo que yo quiero que forme parte de mi alma. Sólo tiene dos problemas: desde ella no se ve el mar y apenas un par de estrellas, pero para eso aprendí a soñar...
         Ya veis, me he equivocado, no es hacia afuera sino hacia dentro de mí, donde mira mi ventana.


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