MIS AMIGOS LOS LIBROS: El amante japonés, de Isabel Allende, por Ancrugon
Lark House
Irina Bazili entró a
trabajar en Lark House, en las afueras de Berkeley, en 2010, con veintitrés
años cumplidos y pocas ilusiones, porque llevaba dando tumbos entre empleos, de
una ciudad a otra, desde los quince. No podía imaginar que encontraría su
acomodo perfecto en esa residencia de la tercera edad y que en los tres años
siguientes llegaría a ser tan feliz como en su infancia, antes de que se le
desordenara el destino. Lark House, fundada a mediados de 1900 para albergar
dignamente a ancianos de bajos ingresos, atrajo desde el principio, por razones
desconocidas, a intelectuales progresistas, esotéricos decididos y artistas de
poco vuelo. Con el tiempo cambió en varios aspectos, pero seguía cobrando
cuotas ajustadas a los ingresos de cada residente para fomentar, en teoría,
cierta diversidad social y racial. En la práctica todos ellos resultaron ser
blancos de clase media y la diversidad consistía en sutiles diferencias entre
librepensadores, buscadores de caminos espirituales, activistas sociales y
ecológicos, nihilistas y algunos de los pocos hippies que iban quedando vivos
en el área de la bahía de San Francisco.
El amante japonés, de Isabel Allende.
(Fragmento del inicio)
(Fragmento del inicio)
El tópico carpe diem se hace
más patente e, incluso, más urgente en la vejez, esa época de la vida en que
amanecer con cada nuevo día es un milagro y, por lo tanto, una aventura que
disfrutar, sobre todo cuando se ama porque, a pesar de lo que se cree, el amor
en la vejez es más puro pues se presenta desnudo, tal como es, un sentimiento
honesto, libre de las ataduras de la carne, libre de los afeites de los
convencionalismos, libre de los miedos y tabúes, libre incluso de sí mismo. El
amor en la vejez es la esencia y no necesita una burda representación que sea
reflejada sobre la pared de la caverna para engañar a los humanos, porque
cuando se llega a la vejez se está más cerca de la luz que de la materia. Por
eso mismo, otra falacia bastante común sobre esa época de la vida queda
totalmente al descubierto: el amor, cuando aparece, no se alimenta sólo entonces
de nostalgia, ya que ese es su alimento propio a cualquier edad, porque acaso
¿qué es el amor sino un noventa por cien de evocaciones y un diez de
realidad?... Sin embargo, en la vejez los recuerdos no forman parte realmente
del pasado, sino de un presente intemporal, pero tangible y actual en cada
minuto: los espíritus del ayer se acercan tanto que hasta su aliento roza las
mejillas…
En
la página 278 nos dice la protagonista: “La
verdad es que cuanto más vieja soy, más me gustan mis defectos. La vejez es el
mejor momento para ser y hacer lo que a uno le place”. Una brava reflexión
sobre lo que es madurar, llegar a la cumbre de la existencia: “Esta es la etapa más frágil y difícil de la
vida, porque empeora con el paso de los días y no tiene más futuro que la
muerte” (197). Sin embargo no habla de desesperación, ni miedo, ni fracaso
porque a fin de cuentas “el amor y la
amistad no envejecen” (199).
Pero
El amante japonés no es una novela de
amor en el ocaso, no, todo lo contrario, ya que el amor está patente en cada
una de las etapas vitales de sus protagonistas y es un sentimiento que nació
con ellos, en ellos habita y con ellos partirá. De manera que podríamos
asegurar que sí es una novela de amor, aunque de amor a la vida.
En su propia
autobiografía, Isabel Allende deja muy claro que “las cosas más importantes de mi vida pasaron en las cámaras secretas
de mi corazón y no pertenecen en una biografía. Mis logros más significativos
no son mis libros, sino el amor que comparto con unas pocas personas,
especialmente mi familia, y las formas en que he tratado de ayudar a los
demás”.
Bajo
el paraguas del argumento central, el del amor joven y eterno de Alma e
Ichimei, que en ciertos pasajes me recordó a la novela Mientras nieva sobre los cedros, de David Guterson, aunque con los
papeles cambiados, discurren otras variadas historias que recorren el mapa
mundial del sufrimiento humano: el genocidio de judíos polacos a cargo de los
nazis alemanes, la lucha por abrirse un hueco como país de los hebreos de
Israel en Palestina, la incomprensión hacia los japoamericanos durante la
Segunda Guerra Mundial y su exilio forzado hacia los campos de concentración de
Utha, la lacra de la intolerancia racial, la soledad del amor homosexual
clandestino, la explotación sexual de niñas sin infancia, la lenta
desintegración de unas vidas en la vejez, la bendición de la amistad, el miedo
a la verdad, el dolor de la enfermedad, la lucha por la vida… pero, sobre todo,
el amor, el amor que todo lo impregna, que todo lo aplaca, que todo lo suaviza,
aunque a veces duela, aunque en ocasiones se disfrace de desesperación, de
frustración, de silencio… porque el amor es la única solución.
Para
el resumen utilizaremos las palabras de la misma autora: “A los veintidós años, sospechando que tenían el tiempo contado,
Ichimei y Alma se atragantaron de amor para consumirlo entero, pero mientras
más intentaban agotarlo, más imprudente era el deseo, y quien diga que todo
fuego se apaga solo tarde o temprano, se equivoca: hay pasiones que son
incendios hasta que las ahoga el destino de un zarpazo y aun así quedan brasas
calientes listas para arder apenas se les da oxígeno”.
La novela transcurre
entre dos líneas temporales, la que viene del pasado y la que camina por el
presente, utilizando como espacio de partida una residencia de ancianos, Lark
House, cercana a San Francisco, California, y por este espacio y por aquellas
líneas de tiempo se desenvuelven los diferentes personajes: la joven asistenta
Irina Bazili, quien llega a ser la confidente de Alma, una enigmática anciana
cuya historia será el argumento central, y el amor de su nieto Seth, que pronto
iniciará la tarea de escribir el libro de la familia, los Belasco. Pero no sólo
están ellos, aunque sean quienes llevan el peso de la narración, sino que a su
alrededor emergen un buen número de personas sin cuya participación la novela
quedaría totalmente incompleta, comenzando por Ichimei Fukuda, el autor de las
cartas, el culpable, si en el amor existe esa figura, de la bella historia que
en estas páginas se nos relata, y acabando por Nathaniel, su primo, su amigo,
su esposo, y la persona que le descubrió que en el amor no todo son los cuerpos.
Isabel
Allende vuelve a utilizar muchos de sus grandes recursos literarios en este
trabajo y uno, en especial, bastante común entre los escritores sudamericanos,
el realismo mágico, que aparece en esta ocasión como de puntillas, pero con
gran efecto, en diversas partes de la obra y, sobre todo, hacia el final,
consiguiendo, como siempre, el fruto deseado en los lectores. Sin embargo, algo
me desconcierta de este libro y es el empeño de la autora en explicar lo que
está ocurriendo, pues eso no es normal en ella y tampoco agrada a sus
seguidores quienes buscamos sorprendernos, adivinar, ser partícipes de la
creación de la historia.
Pero,
aún así, en conclusión, El amante japonés
es una novela de lectura fácil y agradable que tiene la virtud de enganchar al
lector y atraparlo en su red de diferentes historias entrelazadas de las que se
podrían sacar un buen número de libros distintos, aunque su factura quede
bastante lejos de sus grandes libros como Paula o, sobre todo, la Casa de los
espíritus.
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