TEMAS E IDEAS: Naufragio, por Ancrugon
Al oír el sonido de la loza chocando contra el suelo,
mi curiosidad se impuso y giré la cabeza. La taza seguía meciéndose cadenciosa
mientras el plato borneaba como atracción de feria, sólo la cucharilla,
brillante y plateada, se mantenía quieta y muda cargada de reproches
insalvables. Pero mis ojos pronto se alejaron tras la rotundidad esbelta de
unas piernas de mujer que se marchaban decididas sin mirar atrás. Un fugaz
pensamiento vino a angustiarme: qué cruel ironía representaban aquellas
pequeñas piezas inexplicablemente intactas cuando casi podía escucharse el
derrumbe interno reflejado en el asombrado rostro del hombre sentado en aquella
mesa, en cuyos labios agonizaban unas palabras que antes de ser dichas ya
carecían de sentido. Y en aquel preciso instante tuve la certeza de que aquella
mujer sería mía.
Volví a verla unos días más tarde, en la presentación
de no sé qué libro donde llegué más por intuición que por interés, y la
reconocí cuando vi sus pantorrillas deambulando seguras y decididas entre un
bosque de piernas anónimas, pero, cuando alcancé a mirar su rostro dejándome
atrapar por la profundidad de sus ojos, mi corazón perdió el ritmo y aceleró su
paso. “¡Cuidado!” – Me dije – “De ésta puedes enamorarte.”
Yo siempre he sido un marino experto y he recorrido
los cinco grandes océanos y varios mares menores sorteando los peligros con
destreza y seguridad, así que el abordaje fue sencillo y exitoso, porque en la
vida, aunque nos empeñemos en lo contrario, lo sencillo es lo que triunfa.
Pronto nos dimos cuenta que, a pesar de nuestras coincidencias básicas, entre
nosotros existía una apasionante galaxia de pequeñas diferencias, la cual
coincidimos en explorar. Y lo que comenzó como un juego acabó en un juzgado,
ante un señor muy serio y transcendente que nos hizo firmar no sé qué contrato
previo a una lluvia inmisericorde de
arroz. A partir de ese momento, sin darnos cuenta, cambiamos el rumbo de
nuestras naves y, a pesar de que al final de cada día siempre echábamos ancla
en el mismo caladero, mi barco comenzó a visitar otros puertos. Y es que no hay
como los periodos de paz para pensar en guerras.
Ella, con esa intuición que sólo las mujeres poseen,
me lo avisó aquella primera noche de sexo legalizado, justo cuando nuestros
cuerpos estaban a punto de sucumbir al ahogo de tantas humedades, tanto
fisiológicas como etílicas:
- Puedo perdonarlo todo, cariño, todo menos la
infidelidad – Me dijo. – La infidelidad es la mayor mentira y el mayor
desprecio que se le puede hacer a alguien que te ama.
Yo le juré lealtad completa, pero ella rozó con sus
cálidas yemas mis labios sedientos:
- No, cariño, no, lealtad la juraban los antiguos
caballeros, pero los hombres de hoy no lo sois, vuestra sociedad no os lo
permite, simplemente sois comerciantes y especuladores.
Así que sólo le juré fidelidad. Y juré... y juré... y
juré... hasta que el éxtasis me dejó exhausto sobre el lecho con la mirada
perdida en un cielo sin estrellas y el pensamiento abandonado al capricho de
unos sentidos sucumbiendo a la inmersión.
Pero yo extendí todo el velamen y dejé que mi nave
viajara sin rumbo al capricho de los vientos. Entonces las dudas, las sospechas
y los celos visitaron nuestro hogar. Malos inquilinos.
- Si un día me entero de que me engañas... te mataré –
me aseguró en un desayuno de fin de semana de calma chicha.
¿Quién era esta mujer?... Me resultaba desconocida… Y
comenzamos a descubrir que las pequeñas diferencias podían convertirse en
enormes abismos y que los deseos de explorar se transformaban en intolerancia y
que nuestras naves se llenaban de cañones y banderas de discordia.
Sin embargo yo estaba tranquilo, pues mientras no
existiesen las evidencias, no existiría el delito, aunque no contaba con que en
todas partes hay ojos y oídos ávidos de espiar a cambio de miserables
recompensas y que las noticias tienen la velocidad de la luz.
Aquella tarde mi barco recalaba en una fresca y lozana isla poco explorada que prometía grandes tesoros para un pirata experto. El bar donde ultimábamos nuestro acuerdo clandestino estaba repleto de gente alegre y parlanchina, por ello sólo pude verla llegar cuando acercaba la taza de café a mis labios. Le bastó un único cañonazo para derribar mi palo mayor y abrir una grieta en mi casco por donde comenzó a penetrar el agua y escapárseme la vida. Mi hundimiento era seguro.
Al oír el sonido de la loza chocando contra el suelo,
mi mirada se desvió hacia la taza que se mecía cadenciosa mientras el plato
borneaba como atracción de feria y la cucharilla, brillante y plateada, se
mantenía quieta y muda cargada de reproches insalvables. Me pareció un hecho
insoportable que aquellos objetos permanecieran intactos mientras que todo en
mí se derrumbaba. Luego vi sus piernas de rotundidad esbelta que se marchaban
decididas, abriéndose paso entre la gente muda y asombrada, sin mirar atrás.
Entonces supe cuánto la quería.
Después... la nada...
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