TEMAS E IDEAS: Dibujos, por Ancrugon


Una de mis principales distracciones, de pequeño, era dibujar sobre hojas de papel de “barba” o colorear los dibujos de los cuentos. Era algo mágico ver como mis seres y mundos imaginarios iban tomando forma sobre el horizonte blanco, y como las historias inventadas fluían y se desarrollaban al ritmo que imponía la tarde.

La caja de colores era para mí una compañera, mi amiga, pues ella me comprendía perfectamente y pintaba mis dibujos según el estado de ánimo en que yo me encontrase. Y cuántas tardes coloreamos atardeceres rojos enmarcados por el hueco de mi ventana y encerrados por sus barrotes, pues debéis de saber que la realidad para mí era el interior de mi casa y lo de fuera, la vida, estaba en la misma dimensión que para el jilguero que cantaba todos los día al amanecer colgado en el balcón desde el cual yo era espectador de las estrellas cada noche y, al igual que él, si yo abría las puertas, la vida podía huir volando libre hacia infinitudes desconocidas.

Aunque mi más fiel camarada era el lápiz, sí, un lápiz oscuro y con tendencia a perder puntas, pero sublime en sus trazos y ágil en los contornos y, como buenos amigos, discutíamos siempre el acabado o el desarrollo o el límite de cualquier figura, pues muchas veces no coincidíamos en la interpretación de nuestro sueño común. Y aquí intervenía otra amiga, con la que ambos compartíamos una relación de amor odio, pues ella era la sabionda, la correctora de nuestros errores en cuyo empeño se le iba la vida, me refiero, como ya supondréis, a la goma de borrar… Y entre tanto, el folio soportaba paciente nuestro arañar y emborronar en su pureza y los colores se adormilaban aburridos a la espera de su momento cumbre creador de alegría, o melancolía, o tristeza..., pues, como ya he dicho, ese arco iris encerrado en cajita de cartón era el intérprete de mis sentimientos momentáneos.

Mis dibujos abarcaban todo el universo de mis imperfectos conocimientos: desde los dinosaurios hasta las naves espaciales, desde la selva hasta castillos y palacios, desde los barcos piratas hasta el más emocionante partido de fútbol. Aunque siempre hubo un acuerdo incorruptible entre mi lápiz y yo: en mis dibujos los indios eran los buenos y el séptimo de caballería los malos, por eso sólo les dibujaba caballos a los indios, unos increíbles caballos salchicha, paticortos y barrigudos que, o bien eran blancos, o bien a manchas, como vacas sin cuernos. Y la sangre, la vital esencia de la vida que manaba de las crueles peleas inspiradas por los westers de ocho milímetros, so convertía, por arte de magia de mis colores, en flores multicolor de un prado imaginario y, por lo tanto, eterno.

Y así transcurrían mis días, encerrado en mí mismo e ignorando que a pocos centímetros estaba ese otro mundo por el que no sabía caminar. Pero ocurrió que una tarde la vi: niña y alegre, hermosa como una mes de mayo con sol, risueña como mi jilguero..., y odié que mi ventana no abarcase todo el horizonte para poder observarla las veinticuatro horas del día, y por la noche la buscaba entre las estrellas de un firmamento que parecía mucho más oscuro y profundo y misterioso sin su sonrisa. Y entonces dudé, dudé si mi realidad era tan real como yo creía y si la vida no sería menos imaginada de lo que yo pensaba, pues ¿cómo podía yo ser capaz de soñar algo tan hermoso? Y me enamoré como se puede enamorar un niño de doce años, con la ansiedad de algo irreparable y con la complicidad de la distancia y el silencio, y con la dulce tortura de la soledad. Y quise dibujarla y pintarla y hacerla recuerdo imperecedero sobre la nieve virgen del folio más puro. Pero mi mente seguía los caminos invisibles que mis ojos no podían trazar sobre aquel helado páramo, y el lápiz me miraba ansioso a la espera de comenzar a caminar, y la goma temblaba ante el terror de mis dudas, y los colores susurraban traviesos arropados en el regazo de su caja protectora. Ante mi impotencia cerré los ojos y su imagen apareció nítida y clara, viva, y el lápiz tomó vida y movió mi mano por los caminos libres de la fantasía entre un silencio expectante. Al volver a abrirlos mis ojos vieron el milagro llenos de asombro, pues en lugar del rostro amado, sobre el papel ahora hecho soporte de una esperanza, aparecía la figura de una paloma en pleno vuelo en dirección a un horizonte soleado.

Entonces tuve la amarga sensación de que yo siempre sería amante de bellas utopías.


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