TEMAS E IDEAS: Cuestión de fe, por Ancrugon
Un nuevo miedo se
deslizaba pegajoso por los pliegues de mi cerebro y ese miedo surgió esa
mañana, nada más tirarme de la cama, como aparece un grano en el cutis juvenil.
La luz, matizada por
las vidrieras de la capilla, vidrieras alargadas y multicolores con figuras
estilizadas y geométricas, daba, incluso en los días sin sol, una sensación
festiva a la misa de los domingos. Una agradable impresión de paz fresca y
reconfortante impregnaba el aire limpio y todo era como nuevo y jovial a pesar
de ser lo mismo y repetido. El sol vestía sus rayos de carnaval y los colores
se derramaban en manchas de alborozo sobre los bancos de madera mil veces
lijados y barnizados por la personalización del roce y se reflejaban mágicos en
el encerado pavimento sobre el que resonaban los pasos lentos y tranquilos de
los que marchábamos hacia el altar para recibir, como decía el viejo padre
Anselmo, “el misterio divino de la
comunión”. En un ángulo de éste, bajo la mirada atenta y agónica de un
Cristo famélico, como traído por un misionero compasivo desde aquellas lejanas
tierras de hambre televisivo, que penaba su eterna pasión sobre un enorme,
amplio y lujoso crucifijo, estaban los ‘Angelitos
Cantores’, apodo dado a quienes componían el coro encargado de amenizar con
sus voces y sus guitarras las celebraciones religiosas. Esas voces, jóvenes,
bien acordadas y armonizadas, liberaban, mientras nos acercábamos en
desordenada, pero silenciosa y respetuosa procesión, las notas del ‘Yesterday’ sacrificado para el servicio
de unas diferentes palabras y de otro, seguramente, mensaje. Pero yo sólo sabía
percibir una voz sobre todas las otras y ésta era la melodía del ángel más
ángel, y yo sólo era capaz de escuchar una guitarra entre todas las guitarras,
la suya, porque mientras las otras interpretaban una partitura musical, aquélla
recitaba simples vocablos de amor. Sin embargo, aquella vez, en las notas de
aquella canción tantas veces repetida, quise entrever esta vez un leve quejido,
un pequeño lamento, algo indefinido que agrandó mi miedo nacido con el día.
Cuando en mi boca
entraba el cuerpo sagrado, busqué disimuladamente su mirada y la encontré entre
las nubes coloreadas de un cielo efímero. En mi estómago sentí el golpe del
deseo “Cuerpo de Cristo.” “Amen.” Luego cerré los ojos y me dejé embriagar del
agridulce sentimiento de culpabilidad y volví cabizbajo y pensativo hasta mi
lugar perseguido por la mirada severa y escrutadora del Director, padre
espiritual de nuestras jóvenes e inexpertas almas y ‘Gran Hermano’ de nuestras conciencias.
Al salir de la
capilla, el sol incendiaba el amplio vestíbulo a través de las cristaleras de
las puertas cerradas. Afuera era invierno. El bullicio allí ascendía con
velocidad de vértigo mientras lo cruzábamos de camino al comedor donde nos
esperaba el desayuno. Esperé un poco disimulando con la atención puesta en los
paneles informativos y, cuando vi aparecer el brillo de su sonrisa, sin poder
disimular el temblor y el pánico que iban apoderándose de mí, busqué la excusa
más a mano que tuve.
- ¿A qué hora tenemos
que subir al pueblo?
Su rostro, su bello
rostro amado, expresó durante un momento una leve confusión.
- ¿No es hoy cuando
comenzamos la Catequesis? – Volví a preguntar casi muriendo en el intento.
- ¡Ah, ya! Te aseguro
que no sabía de qué me estabas hablando. Sí, sí, es hoy. Me parece que...
Y su boca, sus
cálidos labios seguían moviéndose en respuesta a mi pregunta, con palabras que
yo ya no escuchaba porque todos mis sentidos estaban al servicio de su
contemplación y en la lucha interna por sobrevivir.
Nos sentamos en nuestra mesa donde ya nos
esperaban los otros. Siempre los mismos, como era la norma. Seis en total en la
misma mesa durante todo el curso. Desde el primer día que llegabas, se te
asignaba una habitación, un compañero, un pupitre y una mesa del comedor,
invariablemente, que no podías cambiar a no ser por causa justificada de
incompatibilidad que, en muy raras ocasiones, se dio. Sólo en la capilla, en el
salón de actos y en las actividades al aire libre, no nos fijaban un espacio
propio e intransferible. Mientras comíamos, dos hermanos patrullaban entre las
mesas disimulando indiferencia, pero atentos a cada uno de nuestros
movimientos, a cada una de nuestras palabras, por lo que se ganaron el
apelativo de ‘La Gestapo’. Así que
allí se hablaba de muchas e insignificantes cosas, siempre en voz apagada y con
un desenfado propio de la edad, guardando todo lo importante para la
habitación, el recreo o los paseos.
- ¿Te apetece que vayamos a pasear después?
Él me miró sonriendo
de forma sarcástica.
- ¿Qué te pasa hoy,
chavalote? ¿Te encuentro un poco raro?
Creo que el rubor se
delató en mi rostro. Aparecieron sonrisas cómplices que me hicieron dudar, pero
intenté permanecer lo más digno posible.
- Me encuentro
perfectamente.
- Claro que iremos a
pasear. ¿No recuerdas? Lo hacemos todos los domingos tras el desayuno. Son las normas.
– Y volvió a su conversación con el resto de compañeros olvidándose de mi
existencia.
Tras los cristales,
las palmeras del jardín abanicaban lentamente a los rosales orgullo del padre
Damián, el jardinero, y al fondo, las ermitas del pueblo observaban la calma
del valle en armonioso silencio desde sus atalayas blancas. El cielo era muy
azul, lo recuerdo perfectamente porque hería la negrura de mi soledad, y la
luz, clara luz de invierno, ahora sin afeites ni tamices, penetraba por todos
los poros de mi piel para dejar al descubierto, desnudarla, la tan temida
realidad.
Un nuevo miedo se
deslizaba pegajoso por los pliegues de mi cerebro y ese miedo surgió esa
mañana, nada más tirarme de la cama, como aparece un grano en el cutis juvenil:
al mirarme al espejo, y convivió conmigo durante mucho, mucho tiempo, años,
siglos tal vez e, incluso, aún ahora asoma de vez en cuando por la ventana de
la realidad para recordarme siempre quién soy.
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